VIGIL Y EL CASO MORTARA ¿POR QUÉ EL PAPA PÍO IX ORDENÓ EL SECUESTRO DE UN NIÑO JUDÍO?

A media mañana del 30 de mayo de 1808, el virrey Fernando de Abascal abrió las puertas del primer gran cementerio general de Lima: el Presbítero Maestro. La edificación se alzó en los extramuros de la ciudad, porque enterrar a los muertos en las criptas y catacumbas de las iglesias ya era un problema de salud pública: el mal olor se combatía con incienso, pero las enfermedades concomitantes no.

En aquellos días el recinto mortuorio pertenecía a la iglesia y estaba bajo la jurisdicción eclesiástica. Constituía un privilegio, casi un premio, que los restos de cualquier mortal reposen allí, pues revelaba la buena conducta que había profesado el difunto durante su vida terrenal.

Para gozar el descanso eterno en aquel recinto, el arzobispado de Lima emitía la denominada Boleta eclesiástica, certificando que el difunto “había muerto en gracia de Dios, libre de todo pecado mortal”. Este hecho era una manifestación de los fueros que la Iglesia Católica defendía de manera enérgica ante los embates del laicismo naciente.

En aquellos días, la iglesia no solo tenía injerencia en los acontecimientos trascendentales de la vida privada de los ciudadanos, como el nacimiento, matrimonio y el divorcio. Si no también en la muerte, pues consideraba que igualmente le correspondía velar por el descanso eterno de sus fieles. Por lo tanto, los cementerios eran una extensión de sus territorios.

La expedición de aquel documento era un hecho cotidiano, casi una formalidad administrativa. No obstante, para el sepelio del clérigo y doctor Francisco de Paula González Vigil, del nueve de junio de 1875, el arzobispo se negó a suscribir la apreciada Boleta eclesiástica. En consecuencia, quedó prohibido que los restos del distinguido personaje tacneño, Vigil, quien en vida fue diputado de la República, senador electo, director de la Biblioteca Nacional y el pensador liberal más agudo de la época, descansen en el cementerio Presbítero Maestro. ¿Por qué?

Diecisiete años antes, en el otro lado del mundo, Bolonia, ciudad que en esos días integraba los Estados Pontificios (gobernado por el Papa), Pier Feletti, inquisidor y representante del sumo pontífice Pío IX, ordenó a la policía pontificia secuestrar al niño Edgardo Mortara.

Cumpliendo la orden, la noche del 23 de junio de 1858, dos carabinieris tocaron de manera discreta el portón de la vivienda de la familia Mortara. La sirvienta de la familia, Anna Faccini, bajó las escaleras y abrió la puerta.

—¿Aquí vive el señor Momono Mortara? —preguntó uno de los uniformados.

—Sí, pero el signori no está en casa —respondió Anna.

Sin decir más, los visitantes se retiraron. La sirvienta Anna cerró la puerta y retornó al segundo piso. Allí, informó a Mariana Mortara, quien se aprestaba a llevar a la cama a sus ocho hijos menores, entre ellos, al penúltimo, Edgardo Mortara, de seis años de edad.

Con la sorpresa flotando en el ambiente, Mariana Mortara y la sirvienta Anna oyeron que, a través de un acceso interno, desde la casa aledaña venían unos pasos en tropel. Los oyeron cada vez más cerca. Luego, subiendo por las escaleras. Cinco golpes secos e insistentes sonaron sobre la puerta.

—¿Quién es? —preguntó Marianna Mortara, tensa y asustada, desde el interior de la morada.

—¡La policía! ¡Abra la puerta…!

Marianna no tuvo opción. Abrió la puerta y se percató de que en el primer piso había más policías. Inmediatamente, quien al parecer era el jefe de los uniformados, le preguntó por el niño Edgardo Mortara. Dijo que venían a por él, para llevarlo ante la autoridad pontificia. La sorpresa de Marianna fue mayúscula. Sintió que los cielos caían sobre su cuerpo, pesada e irremediablemente.

Marianna preguntó las razones. Reclamó. Imploró, abrazando fuertemente a su retoño, Edgardo Mortara. Pero no hubo respuesta. La polifonía de los llantos de los demás pequeños, sobresaltados, empezó a confundirse con la voz desesperada de Marianna, madre de todos ellos.

Los carabinieris arrancaron bruscamente al pequeño Edgardo Mortara de los brazos de Marianna. Aquellos, con el niño entre manos, descendieron las escaleras con rapidez. Abordaron el carruaje que los esperaba en la puerta. Y desaparecieron en la oscuridad de la noche.

Marianna Mortara, en pánico, cayó desmayada. ¿Qué cosa podía haber ocurrido para que su pequeño, Edgardo, haya sido arrancado de sus brazos?

La causa del rapto le fue prontamente revelada por la autoridad pontificia al judío Momono Mortara, padre del pequeño Edgardo Mortara: el infante había sido bautizado en secreto por la empleada de casa, la católica Anna Faccini. Y según el derecho canónico, por efecto de este sacramento, el niño Edgardo Mortara se había convertido en católico. Y, por lo tanto, no podía vivir más en el seno familiar de los judíos Mortara. Correspondía que fuera internado en un monasterio para que reciba educación católica, inmediatamente.

El Papa Pío IX, que estaba al tanto de lo acontecido, justificó el secuestro (en realidad, el robo) del pequeño Edgardo Mortara invocando las normas del Derecho canónico. La noticia se hizo global y generó encendido debate. Desde muchas partes del mundo se alzaron voces y reclamos pidiéndole al Papa Pío IX que devuelva al niño Mortara. No obstante, el sumo sacerdote católico jamás accedió.

La noticia desgracia de los Mortara también arribó al nuevo mundo. En el incipiente Perú republicano, Francisco de Paula Gonzales Vigil alzó su voz, publicando un célebre opúsculo con un título que, de inicio, ya revelaba su carga crítica: “Escándalo dado al mundo en el asunto Mortara”.

Para el tacneño Gonzales Vigil, la apropiación del niño Edgardo Mortara era un auténtico robo. Revelaba —dijo— la práctica de la iglesia de invadir fueros ajenos a su competencia, como hoy es afectar el derecho natural a la paternidad y, con ello, a la familia y, por ende, a la sociedad. Cuestionó con dureza la decisión papal de hacer católico al niño Mortara, bautizado sin el consentimiento de sus padres. Asimismo, la actitud del Papa de negar la igualdad de derechos entre judíos y cristianos. De manera punzante se preguntó:

—¿Cómo así los católicos pueden robar a los hijos de otras religiones de manera impune, y estos no pueden hacer lo propio con los hijos de los católicos?

La crítica de Vigil generó urticaria en Roma. No obstante que en 1851 ya había sido excomulgado por el Papa Pío IX (por la publicación de sus obras “Defensa de la autoridad de los gobiernos contra las pretensiones de la curia romana” y “Defensa de la autoridad de los obispos contra las pretensiones de la curia romana”), Francisco de Paula Gonzales Vigil fue nuevamente excomulgado por el pontífice.

Las ideas de Vigil fueron contestarias: impugnó la pena de muerte y el celibato de los sacerdotes; proclamó la necesidad de un estado laico; defendió a ultranza la libertad de conciencia y opinión; negó el dogma de la infalibilidad del Papa y de la Inmaculada Concepción.

Para la autoridad eclesiástica, aquellos pensamientos habían convertido a Vigil en un apóstata de la religión católica. Y a su muerte, no merecía honores fúnebres ni el descanso eterno en el cementerio que administraba la iglesia, el Presbítero Maestro, reservado solo para los fieles dóciles al Vaticano.

De esta manera, el arzobispo negó al célebre tacneño, Francisco de Paula González Vigil, el certificado de «buena conducta», que era necesario para que sus huesos se vayan al descanso eterno en aquel camposanto. Al final, fue la generosidad del presidente Manuel Pardo lo que hizo viable, en 1875, el sepelio de Vigil en el cementerio Presbítero Maestro, contrariando la negativa de la iglesia.


 

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