Candidato a la presidencia


A la distancia, en medio de la muchedumbre, diviso a Carlos. Avanza con la mirada perdida en el horizonte. Su caminada, chueca y apurada, es inconfundible. Luce desarreglado y sucio. Tiene el rostro castigado por el sol, la barba crecida, el cabello despeinado, y la camisa fuera del cinto. En la mano, pegado al pecho, porta un libro con empaste de cartón. Me detengo para saludarlo. Cruza delante de mí. No me mira.

Carlos fue mi amigo. No sé cuándo llegó al barrio. Sólo recuerdo que, siendo adolescentes, cual ave fugaz aparecía en el parque. En esas ocasiones, en silencio se acercaba al grupo. Tan pronto advertíamos su presencia, “llegó el loco”, alguien decía. Y comenzaban la mofa y los improperios contra él. Y en el rostro del pobre Carlos se dibujaba un gesto de fastidio y humillación. Sin embargo, allí permanecía, quieto y sólo contra el mundo, como un poste de alumbrado público. Yo no gozaba ni reía. Pero tampoco tenía valor para defenderlo. Otras veces, por las noches, le encontraba apostado en la esquina. En esas ocasiones se animaba a hablar.

Pronto descubrí que una suma de filósofos deambulaban en su mente. Advertí que su pensamiento era agudo; y sus palabras, directas y mordaces. Al influjo de mis provocadoras interrogaciones, afloraban sus lecturas. Kierkegaard, Jaspers y otros grandes existencialistas eran infaltables en sus reflexiones.

Recuerdo que una noche lluviosa de diciembre, cuando le pregunté “¿Qué opinas de la evolución de las especies?”, me clavó una mirada fría. Fueron cinco segundos inacabables. No respondió. Más incitante le dije: “No me cabe duda que los hombres descendemos de los monos”. Y Carlos, cual rayo centellante, replicó: “Como dice Nietzsche, los monos son demasiados buenos para que el hombre pueda descender de ellos”.

Nunca conocí a los padres de Carlos. Tal vez los perdió. No tenía hermanos, tampoco amigos. El barracón donde vivía estaba habitado, además, por personas extrañas. Todos vestían prendas negras, como él. No miraban a los lados cuando discurrían por la calle. Salían con los primeros rayos del sol, y retornaban con la noche encapotada.

Un día, así como llegó desapareció. Nunca más supimos de él. Alguien dijo que se volvió loco de verdad que, de tantas ideas chifladas, perdió la razón y que, desquiciado, vagaba por las calles.

Tiempo después, una noche, a la salida del cine, le vi parado en el medio de una vía pública, frente al semáforo en luz roja, delante de los vehículos, y con las manos sobre un timón… inexistente. El semáforo cambió a luz verde. Y Carlos hizo el ademán de coger una imaginaria palanca de cambios. A continuación, hizo el gesto de enganchar en primera. Y partió a paso ligero… Iba sin quitar als manos de ese volante invisible. Tras él, lentamente y en fila india, seguían los automóviles. Comprendí que Carlos se había convertido en uno de ellos.

Otra vez, al medio día, le encontré apostado en una esquina. Con una mano detenía el tráfico, y con la otra la apremiaba. De cuando en cuando, recorría de arriba abajo y de abajo arriba, y en su boca trinaba el silbato con maestría. Los conductores ni se inmutaban. Sojuzgados por el buen actuar de Carlos, esperaban su turno para acelerar la marcha. Al fin y al cabo, no había semáforo. Y Carlos resultaba un oportuno y eficiente policía de tránsito. ¿Coimas?, estoy seguro que no las aceptaba.

Hoy, al cabo de veinte años, Carlos pasa frente a mí. No me mira. Sigue caminando. Ahora veo sus espaldas. Avanza. No resisto más y le digo:

—Hola, Carlos… —No me escucha.

—¡Carlos Torres!, —grito. Él sigue inmutable.

De pronto vuelve. Me clava sus ojos. Viene hacia mí. Está muy cerca. Ahora, casi siento su oloroso aliento. En actitud de saludo me da la mano, y sin rodeos me dice:

—Te invito a la plaza de armas, este domingo.

Quedo confundido. Primero, no me reconoce. Segundo, ¿para qué me invita a la plaza de armas?

—¿A la plaza de armas? —pregunto con voz aflautada.

—Sí. A la plaza de armas. Voy ha izar la bandera —replica sin bajar la mirada.

—¿Por qué izaras la bandera? —repregunto.

—Es que soy candidato a la presidencia del Perú —contesta con firmeza.

Está más loco que antes, pienso.

—No faltes. Te espero —agrega cortante. Y se va.

Camina ágil, cuatro, cinco, seis pasos… Pobre Carlos, pienso otra vez, está más viejo y también… más loco. De pronto, se detiene y vuelve sobres sus pasos. Se acerca casi amenazante. Se para frente a mí. ¿Ahora qué?, me pregunto desconcertado.

—Edilberto —me dice muy serio—. No faltes… Este domingo, te espero.

Acto seguido, se va. Antes, me guiña un ojo, y en su rostro se dibuja una sonrisa, una sonrisa socarrona.

Comentarios

Anónimo dijo…
Woow!!! Me impresionó tanto, casi como si yo fuera la que lo vivió.
Anónimo dijo…
Ayer vi a tu amigo carlos sentado frente a ese árbol inmenso de molle que esta frente a la plaza las Americas, tras la catedral, con un libro de Nietzsche bajo el brazo, se puso a danzar y dar abrazos al molle como si estuviera dedicándole una danza.

Buena
Anónimo dijo…
Me gusta lo que escribes. Si se puede saber, en que diarios se publican tus cronicas??

Rocio
Anónimo dijo…
Todos llevamos un loco adentro. Unos quieren borrar el mundo, y otros a si mismos.

No obstante, cuando los veo por las calles, siempre he pensado que esas personas tal vez decidieron pasar a un mejor mundo.

Saludos,

Ricofrio.
Unknown dijo…
naaaaaaaaaaaaaaaaaa
asu mare jajaja que tales cambios radicales le dio la vida no?

bso!
Karina dijo…
Que triste historia...que melancolia pensar que esas personas que muchas veces ignoramos tienen historia y vida propia..
me gusto mucho
Saludos
Anónimo dijo…
muy buena cronica, ojala todos alguna vez dejaramos salir nuestro loco interno.
Anónimo dijo…
Impresionante, buena cronica visual, me gustaria ser como carlos aveces lo soy, tienes sentido serlo.
Saludos

Enzo.
Anónimo dijo…
como quisiera estas asi de loco. me gusta y me impresiona tu estilo de escribir, sigue así. tu admiradora

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