Una oportunidad

«Por favor, profesor, déme una oportunidad», me dice Miguel López, alumno a quien sorprendí plagiando en pleno examen. No era que estaba mirando la prueba de su vecino. Tampoco, que extraía subrepticiamente el cuaderno por debajo de la carpeta, no. Ocurre que había preparado un sofisticado resumen de todo el curso (mi curso) en la Facultad de Letras y Ciencias Jurídicas, y lo tenía entre manos.

En mi calidad de docente universitario, antes de alguna evaluación escrita acostumbro cambiar de lugar a todos mis alumnos. Hago, si se quiere, una suerte de «chocolateada» de modo que terminan ubicados en carpetas distintas a las que ocupaban inicialmente. En esta circunstancia encontré muy inquieto a Miguel López. A mi voz de «cambien de lugar», se paró y miró en diversas direcciones. Parecía un felino en busca de un lugar estratégico donde situarse para devorar a su presa.
Me percaté de sus malas intenciones y, como medida preventiva, lo llamé por su nombre: «Señor Miguel López, venga, siéntese aquí, por favor», le dije señalando una de las carpetas en la primera fila. Así lo hizo. Quedó petrificado y con el rostro confundido. Sin embargo, pronto recobró vida.

Iniciado el examen adoptó una postura extraña: sentado, se agazapó sobre la carpeta. Parecía un gato sobre un codiciado majar. Inclinado y apoyado en el antebrazo izquierdo, tendió la mitad de su humanidad en la plataforma de la carpeta, y se aprestó a resolver el examen. Estaba especialmente ataviado para la ocasión. No obstante el clima casi veraniego, llevaba una casaca holgada, con pliegues y bolsillos amplios, tanto que allí se podía ocultar cualquier misterio, inclusive, la propia Facultad.

Por mi parte, empecé a circular por el salón. Confieso que los cuarenta minutos que, aproximadamente, suele durar una evaluación escrita, resultan para mí los más tediosos de mi estancia en la Universidad. No suelo ser muy cauteloso en el control de los exámenes. Muchas veces, ante una tentativa de plagio, prefiero adoptar una actitud disuasiva parándome al lado del sospechoso, o circulando con mayor insistencia por su zona. En los más de diez años que llevo en las actividades universitarias, muchas veces he advertido la intención de plagiar de algunos alumnos. Otras, inclusive, los atisbé en plena faena deshonesta. Y preferí no emplazarlos.

Miguel López fue muy osado. Con la mirada furtiva seguía mis movimientos. Tan pronto me alejaba de su sitio, echaba vista al «acordeón» que portaba en la mano izquierda. Me había percatado y, sinceramente, no tenía el valor de enfrentarlo. Sentía vergüenza ajena y, por supuesto, desilusión de maestro. Daba vueltas a su lado procurando disuadirlo con mi presencia. Pero, cuando me alejaba, nuevamente me seguía con sus fugaces ojos y, por supuesto, dada la oportunidad, echaba mano al prodigioso plagio.

Me llené de valor y, parado frente a él, dije con energía: «Señor López, abra la mano izquierda…». Así lo hizo. Y ante mí, cual detestable batracio de acequia, brincó aquel plagio, escrito con pequeñísimas letras, por ambas caras, de treinta centímetros de largo y cinco de ancho, cuidadosamente doblado. «¡Retírese del salón!», le dije indignado al tiempo que señalé la puerta.

Estas son las ocasiones en que un docente reflexiona sobre su misión en la Universidad. Claro, la teoría dice que la evaluación debe ser continua y todas esas cosas. Pero, es inevitable el momento en que el alumno debe enfrentarse a una batería de planteamientos o preguntas que debe resolver por sí mismo, en una hoja de papel, como ocurrirá en el ejercicio profesional. Y allí entran en juego no sólo los conocimientos y destrezas aprendidas en clase, sino también los valores que, por cierto, siempre vienen de casa.

La mayoría de mis alumnos y ex alumnos (hoy respetables profesionales) acometen con honestidad una evaluación escrita. Sin embargo, también tengo (y he tenido) de aquellos que, como Miguel López, nos recuerdan sin misericordia que vivimos en un mundo imperfecto y vivaz.

El plagio del que estamos hablando no es un acontecimiento nuevo. Tampoco, propio de tal o cual Universidad. Etimológicamente, decía el gran Voltaire, «plagio» procede de la voz latina «plaga», que significa condenar a la pena de azote a quienes habían vendido hombres libres por esclavos. Entre los antiguos romanos la palabra «plagio» se utilizaba para referirse a la compra de un hombre libre sabiendo que lo era y retenerlo en servidumbre, esto es, como esclavo. En el ámbito universitario contemporáneo, el plagio es un recurso de los malos alumnos, que no se preparan adecuadamente para una evaluación y pretenden aprobar una materia «vendiendo» conceptos, ideas, o solucionando problemas a partir de datos o información que no les pertenecen pues nunca los hicieron propios a través del estudio o investigación.

Estoy seguro que existen (y que seguirán existiendo) alumnos plagiarios. Inclusive sé de algunos profesionales en ejercicio (¿mis colegas?) que en sus años de estudiantes universitarios eran verdaderos «artistas» del plagio. Ellos, tal vez, no lo recuerden, o no quieren recordarlo. Algunos, quizás, sean de los que ahora exigen y reclaman moralidad en la administración de justicia (cosas de la vida).

«Déme una oportunidad, profesor», me dice Miguel López. Y, valgan verdades, no tengo ánimo ni siquiera para escucharlo. Tal vez pensando en él y en sus antecesores, el genial Nicomedes Santa Cruz escribió su nostálgico y tan recordado «A cocachos aprendí...».

Comentarios

Anónimo dijo…
Del plagio no se escapa ni siquiera Brice Echenique.
Jorge Atarama dijo…
Lo que me hace un poco reflexionar es que la evaluación que busca medir la capacidad de memoria, la cual puede ser ayudada por un buen plagio, no mide la capacidad de criterio que es lo que nos ayuda en el ejercicio profesional, el buen criterio no es reemplazado ni ayudado por un buen plagio. Más que condenar al plagiario, yo cuestionaría el método de enseñanza que de seguro mide la memoria mas no el criterio. Pero en fin cuando uno se mete a estudiar en la Universidad uno tiene que cumplir con ciertas reglas y el hecho de no cumplirlas riñen con la moral así no sea la memoria la que marque el rumbo de la vida.

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