Hasta pronto, Machu Picchu


—Vaya a Machu Picchu, —me había instado Mario—. Se dará cuenta que ese lugar es más hermoso cuando se le visita por segunda vez, —agregó con su educada voz de locutor y periodista.
Así, a las 6.45 horas de hoy domingo, bajo un nutrido aguacero y con una bufanda de lana de alpaca en el cuello, estoy en la Estación ferroviaria San Pedro, en Cusco, presto a vencer los 112 kilómetros que median hasta la urbe Inca.
Primera campanada.
Abordo el tren popular. Quedo instalado en el vagón B, asiento 5. Al frente, con la mirada triste y casi chocando nuestras rodillas, está sentado un chiquillo lugareño. Pronto esta lata de atún, que funge de vagón, se transforma en un hervidero. Suben más pasajeros, portan variados equipajes.
Segunda campanada.
Una señora vestida con una colorida pollera me pide permiso. Seguidamente, coloca debajo de mi asiento una ruma de huevos alineados sobre bases superpuestas de papel prensado. Otra, carga un bulto que pronto obstaculiza el pasillo.
Tercera campanada.
Se inicia el jadeante viaje del tren.
—¡Choclo con queso, choclo con queso! —ofrece una señora.
—¡Café, Café!”, —dice otra.
—¡Comida, comida!, —escucho más allá.
Y el vagón coge un olor intenso y desagradable.
—¿Cómo te llamas? —pregunto al chiquillo de la mirada triste.
—Miguel… —me responde desconfiado.
—¿Viajas solo?
—Sí… Voy a Santa Teresa —me dice en voz baja. Y yo no sé dónde queda ese lugar.
El tren avanza zigzagueante, cuesta arriba. Lentamente, vence el punto más alto de Cusco, en las afueras de la ciudad: El Arco de tik’a-tik’a.
El chiquillo Miguel, que ahora sonríe, es mi guía. Muy de rato en rato me dice:
—Este lugar es Poroy.
—Este, Cachimayo.
—Este, Izcuchaka…
El tren avanza calmo y ceremonioso.
Atravesamos la pampa de Anta.
Bajamos.
Tomamos la quebrada del río Pomatales, en dirección al Valle Sagrado de los Incas.
Pronto, nos topamos con el río Urubamba.
—Este es Pachar —me dice Miguel.
Ahora, cruzamos el río Urubamba, y llegamos a la Estación de Ollantaytambo.
El tren reinicia la marcha, avanza parsimoniosamente. Le agradezco: los paisajes que ante mis ojos pasan son impresionantes. El río Urubamba yace al fondo del cañón. Junto a él, tomado de la mano y cuesta abajo, discurre este ruidoso tren. Las colinas cubiertas con una frondosa alfombra verde desfilan a nuestros lados. Pronto el río se torna más caudaloso, y las colinas se transforman en empinadas montañas: nada es tan hermoso.
El tren pitea. Ha transcurrido más de tres horas. Aparece el “Puente Ruinas”. Más allá, la pequeña Estación ferroviaria.
El viaje no ha concluido.
Bajo del tren. Al pie del impresionante cañón del río Urubamba, en el pueblo de Aguas Calientes, las aguas truenan amenazantes. La ciudadela Inca está dos kilómetros más arriba, en línea vertical.
Tomo un autobús: nueve dólares cuesta el pasaje, precio excesivo para nuestras tarifas nacionales.
Ascendemos a través de un serpenteante y angosto camino de ocho niveles, colmado de vegetación y humedad. Llegamos al punto de ingreso. Luego de los controles de rigor, tomo el sendero que conduce al sector norte de la ciudadela.
Subo jadeante, ya no soy el muchachito universitario que hace veinte años hizo la misma ruta. Escalo a duras penas.
Al cabo de un cuarto de hora estoy en la zona del Mirador, en pleno santuario Inca. Me detengo agitado, decido sentarme al borde de un andén, levanto la cabeza y ante mis ojos surge el mítico… ¡Machu Picchu! Desde allí, cada sendero, cada terraza, es inenarrable. En su conjunto, la ciudadela se muestra majestuosa y paradisíaca: difícil de explicar, difícil de comprender. “¿Qué era todo esto?”, me pregunto. “¿Una fortaleza guerrera?, ¿Un santuario religioso?”. Lo que sí me queda claro es la armonía del lugar: la inmensidad de la montaña, las pétreas edificaciones, y la propia humedad, hacen un todo mágico y cautivante.
A lo lejos, en la profundidad de la quebrada, a más de cuatrocientos metros y circundando a esta maravilla, se desplaza el amenazante río Urubamba. Y en el horizonte, cual ciclópeo vigía, se yergue el Huayna Picchu. No me canso de admirar estos paisajes. Mi cámara fotográfica, esa que también me acompañó en Madrid, Barcelona, Valencia, y Milán, dispara más emocionada que entonces. Suena mi teléfono celular, y me doy cuenta que toda la tecnología que le da vida, es nada ante aquella portentosa ciudad Inca. Respiro hondo. Pensé que solo, sin compañía, esta experiencia seria más intensa. Y no me equivoque... Luego de recorrer aquellos bellísimos lugares, decido retornar.
Subo al autobús.
Descendemos en dirección a Aguas Calientes. Estamos en el nivel siete de la carretera. Y un niñito, ataviado a la usanza Inca, nos hace el adiós a la vera del camino diciendo: “¡Good byeee!”
Nivel cinco.
¿Es un duende? No, es el mismo niñito. “¡Good byeee!”, nos dice nuevamente, al tiempo que agita sus manitos.
Nivel tres.
Me concentro en el paisaje, pero otra vez aparece aquél geniecillo, y confirmando su encanto nos dice: “¡Good byeee!”
Nivel uno.
Acabó el descenso. Avanzamos por la orilla del río. De pronto surge nuevamente el niñito duende. Ahora, gallardo corre delante de nosotros, casi remolcando a este monigote de cuatro ruedas. Cruza el “Puente Ruinas”. Se detiene, y tras él, el autobús.
El niñito duende, que esquivo y ágil nos acompañó en el descenso, sube al autobús. “¡Good byeee!”, dice nuevamente ante nosotros. Su voz llena nuestros oídos, y todos aplaudimos. Ahora, lo contemplo: ¡Es un niñito chaski! Luce un vestido rojo de bayeta, con vivos multicolores, y ojotas de jebe. Porta una wincha y una pluma sobre la cabeza. Lleva el pelo corto, la piel cobriza, y la mirada vivaz. Ahora pasa por cada uno de nuestros asientos estirando su delgada mano: se gana unas propinas. Acaba. Se para otra vez frente a nosotros, a un costado del chofer. “¡Good byeee!”, dice una vez más. “¡Tupananchiskamaaaa!” (“¡Hasta otra oportunidad!”, en quechua), agrega con la mirada perdida en el infinito. Y yo digo para mis adentros: “Hasta otra oportunidad, Machu Picchu”.

Comentarios

Anónimo dijo…
MACHUPICCHU SIEMPRE SERA MARAVILLOSO.
Anónimo dijo…
Bonita crònica.
Martha Ferrari dijo…
Excelente relato colmado de imágenes, me llevaste de la mano y a través tuyo me sentí en el lugar.
Me prometí realizar ese viaje que me debo desde hace mucho.
Mil gracias

Martha
Edilberto dijo…
A tì las gracias,Martha. Esos parajes son inenarrables. Me alegro haberte transmitido algo de todo aquello
LEYTON dijo…
SABE DOCTOR? ES AMENO SU RELATO EN CONTRARIO DE LO QUE OPINAN LOS DEMAS, SICERAMENTE CREO QUE DEBE DARSE UN SALTO MAS POR ESTE ENIGMATICO LUGAR, PUES SINCERAMENTE LE FALTO CONOCER A LAS ÑUSTITAS DE LA ZONA QUE POR CIERTO SON BELLISIMAS NA MEJOR QUE ELLA LAS HIJAS DEL SOL; Y AUNQUE HIZO REFERENCIA A UN PEQUEÑO DUENDECILLO EL CHASQUISITO REMOLCANDO UN COBRE DE MONIGOTES, JIJIJI NO SE MOLESTE PORFA ES UNA BROMA; ESPERO QUE LA PROXIMA VEZ NO SE VAYA SIN PROBAR LA DULZURA DE ESTAS BELLEZAS, CUSCO DE POR SI ES MAJESTUOSO.

Entradas más populares de este blog

El alien que llevamos dentro

Jo-jo-jo-jo...

El pollo a la brasa