Jo-jo-jo-jo...
El pavo de navidad me está mirando. Dentro de una bolsa de plástico, yace sobre la mesilla de la cocina. Dice que tiene nueve kilos de peso. ¿De carne o de hielo? No lo sé. A su lado se yergue una cristalina botella de pisco, y un par de jeringas hipodérmicas, que lo acompañan, parecen decir “¡Tengo sed!”. Más allá, con un talante más bien tristón, están diseminados un manojo de pasas y castañas. Especias convertidas en polvitos multicolores salpican aquel escenario. Junto a ellos, un cuarto de kilo de carne molida de res y otro tanto de cerdo se aprestan a dar su cuota para que, a la media noche y con unos villancicos acariciándonos los oídos; el ave de la nariz colgante regale a nuestros paladares sus deliciosos sabores. Pero, a diferencia de años pasados, cuando las campanas anuncien el nacimiento del niño Dios, no habrá cajitas de regalos bajo el árbol de navidad. ¿Por qué? Cierta vez, Miluska, mi encantadora hija, me preguntó si, de verdad, Santa Claus existía. También, si era ci...